domingo, 26 de noviembre de 2023

Panóptico: los edificios que son cámaras de vigilancia.

Revista
Yorokobu

5 de abril 2015 / BUSINESS
por Pedro Torrijos
 
Panóptico: los edificios que son cámaras de vigilancia.

«-¿Pero el Gran Hermano existe?- preguntó Winston Smith.
-Por supuesto que existe.
-¿Existe como tú y como yo?
-Tú no existes».
George Orwell. 1984.
Una de las principales señales de la inteligencia es la sensación de control. No, no me refiero a que las personas inteligentes tengan más control sobre sí mismas o a que sean más controladoras del entorno que las rodea; me refiero a la propia inteligencia que nos define y nos separa del resto del reino animal. La autoconsciencia, que es la constatación de nuestra propia existencia, no deja de ser un primer mecanismo de control: controlamos lo que hacemos sin dejarnos llevar por el instinto.
En realidad, desde que existe la civilización, hemos generado artefactos de control, tanto psicológicos como puramente físicos. Si, de alguna manera, la inteligencia se define por la capacidad de proyectar, de predecir el desenlace de los acontecimientos, es lógico que el ser humano planee y construya mecanismos que le permitan anticipar los resultados antes de que se produzcan. Construimos carreteras para controlar el lugar en el que circulan los caballos, los carruajes y los automóviles. Construimos puertos para controlar dónde amarran los botes y los barcos. Construimos puertas para controlar por dónde se entra y se sale y construimos ventanas para controlar por dónde entra el sol y por dónde nos asomamos a la calle. Construimos calles para controlar por dónde caminamos y construimos carriles-bici para controlar por dónde vamos en bici y construimos pistas de atletismo para controlar por dónde corremos.
Consideramos que el control es lo único que nos separa del caos.

Y en cierto modo tenemos razón. Controlar nos relaja, nos tranquiliza. Queremos que todo salga según el plan, que todo salga bien y tenerlo todo bajo control. El problema surge cuando necesitamos tenerlo todo bajo control. Entonces la tranquilidad se convierte en angustia. Porque intentamos controlar cosas que no pueden ser controladas: el tiempo atmosférico, las catástrofes naturales o a las demás personas. Desde el tiempo de la última conexión del chat de Facebook o el doble check del Whatsapp hasta los anchos de las avenidas.
Porque el ancho de las calles de nuestras ciudades también acaba siendo un mecanismo de control. El ejemplo más paradigmático es el del Plan Haussmann de París. Llevado a cabo a mediados del XIX por Napoleón III y el barón Haussmann, el plan urbanístico de la capital francesa consistió esencialmente en el derribo de edificios, manzanas y hasta barrios enteros para sustituir las laberínticas callejuelas que coagulaban su trazado por avenidas rectas y amplios bulevares.

El nuevo trazado parisino mejoraba las condiciones de iluminación y salubridad de las zonas afectadas, pero también, y quizá más importante, permitía un control más eficaz de las posibles revueltas y manifestaciones ciudadanas. Porque las avenidas y los bulevares son anchos y arbolados, pero también están libres de cualquier obstáculo visual y, a menudo, confluyen en un único punto. En una plaza o en una rotonda, facilitando la vigilancia de kilómetros urbanos desde una misma posición. Así, el tridente barroco –epítome de un tipo de urbanismo arraigado en Francia- se convertía en mecanismo policial para el control de la población ante hipotéticos desmanes.

Con todo, la manifestación por antonomasia de la arquitectura del control son, lógicamente, las prisiones. Al contrario que en el resto de la disciplina, donde el control se manifiesta de manera secundaria o transversal, la arquitectura carcelaria se define por la necesidad de la vigilancia de los presos. Las cárceles son la autoridad y la observación construidas. Son espacios para el control. Y el caso más evidente de espacio definido por su necesidad de control es el panóptico.
Ideado a finales del siglo XVIII por el filósofo británico Jeremy Bentham, el panóptico es un tipo de diseño carcelario circular que subvierte el concepto del coliseo o la plaza de toros. Si en el coliseo los espectadores pueden ver cómodamente el ruedo desde cualquier punto de la grada, en el panóptico las celdas se colocan alrededor de una torre central. Así, el guardián guarnecido en su garita puede observar a todos –a todos- los presos de un solo vistazo.

Lo verdaderamente relevante de la arquitectura panóptica no es solo la eficacia utilitaria de su mecanismo arquitectónico, sino la distorsión psicológica que ejerce. Porque los reos no tienen constancia factual de si el guardia les está vigilando en ese preciso instante, pero saben con absoluta certeza que están siendo observados en todo momento. A este fenómeno se le llama «dictadura de la mirada».

La palabra panóptico significa etimológicamente «que todo lo ve», y procede del griego panoptes que servía para nombrar a Argos Panoptes, el monstruo de los cien ojos. Así, las cárceles panópticas crecieron como monstruos que conquistarían el mundo. Desde Lancaster en Inglaterra hasta Pittsburgh en Estados Unidos o Sidney en Australia, desde Canadá hasta Sudáfrica pasando por Hungría, Vietnam, México, Cuba, Polonia o España. Las prisiones panópticas se convirtieron en ejemplo de arquitectura carcelaria hasta el punto de que se terminaron llamando «cárceles modelo». Sí, como la Modelo de Barcelona, la Modelo de Madrid o el Presidio Modelo de la Isla Juventud en Cuba.

Con el avance tecnológico y la aparición de las cámaras de vigilancia y los circuitos cerrados de televisión, el panóptico arquitectónico perdió vigencia y acabó desapareciendo. Sin embargo, la filosofía sobre la que se construye el concepto sigue teniendo plena validez. Lo dijo Michel Foucault en su libro de 1975 Vigilar y castigar: «El panóptico no debe ser entendido como un sueño construido: es el diagrama de un mecanismo de poder reducido a su forma ideal». Y el mecanismo de poder permanece aunque su forma ideal haya mutado con la tecnología. No hay más que echar un vistazo a las cámaras que pueblan nuestras calles, a los datos que alimentan la publicidad personalizada en internet o a la fecha y la hora de nuestra última conexión al Whatsapp.



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